El otro día nuestros ojos se cruzaron por casualidad. Se cruzaron con la misma casualidad con la que un día cualquiera, sin preverlo, sientes el sol tibio de la tarde mientras caminas. Con la casualidad con la que tomas consciencia del viento acariciando tu rostro. Así fue como tus ojos cruzaron los míos.
Me observaban. Como todas las tardes, tus ojos me observaban trabajar. Golpear el teclado; mover impacientemente el mouse; girar la cabeza, a veces desesperado, entre las dos grandes pantallas que me acosan. “Aumentan tu productividad” es lo que dicen como si se forzara al individuo a partirse en dos para hacer más. Pero ahí estabas, sentada y observándome. Y ahí estaba yo, trabajando e ignorándote.
Así como de tanto ver, a veces ignoramos a las nubes, así a veces pasaba por alto tus ojos. No me había detenido a ver lo hermosos que son. Grandes, redondos, con unas enormes pestañas. No me había detenido a escuchar lo que me dicen, casi gritando, sin emitir sonido. Un decidido: Gracias.
No dices nada y a la vez lo comunicas todo. Yo decidí amarte y esta es la forma en que me pagas, con un profundo y sincero “gracias”. Un agradecimiento que con su pureza te hace sentir falto de mérito.
No te juzgo, ni tú a mí. No tienes pasado para mí. No sé qué hacías antes, qué te dolía, qué te daba miedo o, por el contrario, qué situaciones forjaron tu acérrima valentía que, sin querer, me enseñaste. Somos una elección mutua y me maravilla la forma en que lo demuestras solo recargando tu cabeza en mi brazo que en un susurro imagino oír “confío plenamente en ti”. Aunque te rehúses a abrazarme, tu alma maternal me hace sentir seguro. Cualquiera que nos vea podría decir que soy tu amo, pero al cruzar nuestros ojos me doy cuenta que, desde el primer día, soy yo el que te pertenece.